Que lo digas ri(t)mando

Llevo ya varios meses embarcado en un proyecto de traducción que me está deparando grandes satisfacciones: no solo por la repercusión que tendrá, a buen seguro, una vez finalizado, sino y, sobre todo, por lo que está teniendo de aprendizaje.

Con él (fundamentalmente, gracias a la sintonía que he tenido con mis jefas de proyecto, que han entendido mi enfoque y han soportado con abnegada paciencia todas mis indicaciones y puntualizaciones sobre las decisiones tomadas) me he arriesgado a abandonar el territorio conocido para probar otras cosas: jugar con el registro, buscar la naturalidad y aportar matices para huir, siempre que fuera posible, del acartonamiento en el texto traducido. Es, posiblemente, la traducción más artesana que he hecho en mucho tiempo.

El proyecto en cuestión es un videojuego. Llamémoslo NDA. Pues bien, en NDA hay un par de personajes que tienen especial fijación con el ritmo y la rima: uno, porque cuando está especialmente excitado le da por hablar en verso; el otro, porque a veces canturrea canciones clásicas y tradicionales estadounidenses y les cambia la letra para reflejar la tensión existente entre él y su némesis.

A lo largo de estas semanas me he acordado mucho de un ejercicio que les propuse a mis alumnos de cuarto de grado, en una clase de traducción para doblaje. Apenas dos minutos de canción pero con primeros planos y una elevadísima velocidad de producción. Como limitante añadido, el tiempo para resolverlo (unos 60 minutos):


Brand New Day, de J. Whedon

Tras la inevitable risa histérica que invadió a los hoy ya graduados después de los primeros 23 segundos (momento en el que entra la transición al estribillo), y una vez superadas las cinco etapas del duelo freelance, quedó patente que el único reto insuperable es aquel al que uno no se enfrenta.

Ese día, en clase, sacamos algunas lecciones, que tal vez resulten útiles al que se tenga que enfrentar a un texto de estas características:

1. Si el jefe de proyecto no ha detectado la peculiaridad del texto en el encargo (la canción o el poema pueden formar parte de un lote más grande y el cliente final puede no haber avisado), házselo saber de inmediato, porque esas doscientas palabras van a llevarte, necesariamente, más de los cuarenta minutos que ha planificado.

2. Tómate tu tiempo para analizar el texto original. Busca patrones de ritmo y rima. Resaltar las sílabas tónicas puede ayudarte a la hora de trasladarlos a la traducción (resulta indispensable mantenerlos casi siempre que hay música de por medio, o se corre el riesgo de parir un texto digno de los políticos de éstepaís, que en sus ansias énfaticas trástocan los ácentos de todas las pálabras). Tendrás que ajustar por sílaba, no por número de caracteres.

3. Desverbaliza el texto original. ¿Qué nos cuenta? El contenido semántico, ¿va ligado a la imagen necesariamente? Más aún, ¿puedo apoyarme en ese código semiótico para reforzar mi traducción o paliar las carencias semánticas que haya -por darle prioridad al ritmo o a la rima- en mi material verbal?

4. Cuida el estilo. No abuses de las formas verbales al final del verso ni uses una palabra para rimar consigo misma. Recuerda que no todo vale:


Payada de la vaca, de Les Luthiers

5. Evalúa tu traducción una vez entregada. Analiza qué aspectos podrías haber corregido de haber tenido más tiempo a tu disposición y toma buena nota: el siguiente encargo seguro que sale mejor.

En definitiva, haciendo valer el nombre de esta entrada y resumiendo…

Quizá porque eché en falta yo en mi clase
-allá por do empezaba otro decenio-
que nadie me insistiera en este ingenio
de aunar ritmo con rima y recordase

que a veces priman estos sobre el otro,
que rima y ritmo pesan, se hacen forma,
que a fuer de ponderarlos se hacen norma,
y realce darles debes sobre el fondo.

El caso es que es preciso ejercitarlos
-pues uno nunca sabe cuándo o dónde
van a dejarse caer en sus encargos-

o corres luego el riesgo de desfonde.
(La musa puede dar ratos amargos
si tras mucho insistir no te responde).

Die Form

La palabra, al igual que el trazo del lápiz sobre el papel, nos permite delimitar porciones del universo para que lo aprehendamos, lo procesemos, lo hagamos indeleblemente nuestro. La huella que dejan uno y otro en la memoria y el papel nos ayudan a ir tejiendo la ficción necesaria que llamamos historia.

José María Picón, que ya nos había interpelado en otras obras desde la seguridad que ofrecen la tecnología y el tacto metálico y gomoso de la cámara y el ratón del ordenador, se abandona hoy en manos del lápiz, del pincel, del plumín; herramientas, tal vez, más rudimentarias, que lo obligan, a su vez, a desnudarse y revelarse en la pureza del trazo.

Trazo que remite necesariamente a otro anterior. El del artista es ágil, vivo, casi violento. Y lo emplea para acercarse, en un universo siempre teñido en rojo y negro, al estudio de la forma femenina, que surge como por ensalmo de la infinitud del blanco circundante.

La valentía de Picón no acaba ahí: recurrir a la lengua alemana, en estos tiempos de alarmante germanofobia, para dar nombre a tu obra, es, sin duda, una muestra de audacia.

Y es que en Die Form resuenan, detrás de la tinta, los ecos expresionistas que fluyeron desde la Dresde de Mueller a la Viena de Schiele, y contribuyen a ubicarla.

Como revisión expresionista de la Pasión que nos presentó en Morbido sensu hace dos años o de su orografía femenina en DessertStorm, hace unos meses.

Como reinterpretación pop de las pinturas del KG Brücke.

Como traducción, al fin y al cabo. Un arte, que, para Benjamin, otro alemán, también era una forma.

die_formDie Form se expone en Etnika’s (Orillamar 24, A Coruña) desde el 14 de mayo hasta finales de mes.

Todo se transforma

«Es curioso lo que sucede con el tiempo. Puede alojarse en una pequeña imagen en una cantidad desorbitada. Y esa imagen, a su vez, puede mantenerse oculta por décadas en un pliegue minúsculo de la memoria, sin dar señales de vida. Un buen día, algo la reaviva, la desencadena, y toda su carga acumulada se libera arrastrando con ella la propia biografía y un sinnúmero de fragmentos de historia y de poesía de cuya existencia no se tenían más que noticias vagas, que empiezan a importunar y a requerir atención hasta imponerse completamente».

La cita no es mía. Más quisiera. Es de JL Pardo, en su muy recomendable Esto no es música: introducción al malestar en la cultura de masas. Pero me viene al pelo —al poco que me queda— para ilustrar esta entrada.

No puedo sino dar gracias a mis padres por haberme criado entre libros. Fue cuestión de tiempo que aprendiera a usarlos, primero, y a devorarlos, después. En la biblioteca familiar conocí a Mafalda y, de ella, una noche calurosa e insomne de verano, aprendí una palabra:

¡Alfeñique!¡Un alfeñique!

Ahí se quedó la tira, la tira de tiempo, hasta que, el otro día, en pleno frenesí traductoril, me acordé de ese dibujo nacido de la pluma de Quino hace casi 50 años. Y lo que Joaquín Lavado me dio hace más de dos décadas se coló, casi sin querer pero de un modo inexorable, en el diálogo de un videojuego que estaba traduciendo.

¿Quién sabe? Tal vez sea mi texto el que reavive, caprichoso, en el futuro, otros recuerdos ocultos en la memoria de aquellos que lo jueguen dentro de unos meses.