Gandalf y el Conejo Blanco

La semana pasada estuve bootheando, que diría Clara, en un simposio apasionante sobre aceros avanzados de alta resistencia. Lo mejor de interpretar es que, a fuerza de preparar los congresos, acabas sabiendo un montón de cosas de un montón de temas. O intentándolo, al menos.

¡Bootheando!¡Bootheando!

Y acabas poniéndole cara a gente de la que solo tenías referencia de oídas. Leyendas vivas de la interpretación, ante las que solo puedes quitarte el sombrero. Y callar. Y aprender. De su buen hacer a micrófono abierto, de su experiencia. A veces, incluso, hasta empiezas a percibir a la persona que se oculta bajo la máscara de intérprete, una vez silenciado el micrófono.

Más allá de la certeza del potencial de aplicación de distintos materiales a la industria de la automoción, del evento me llevé un par de lecciones. Y al acabar la jornada, acabé reflexionando sobre lo que me ha deparado la vida en estas últimas semanas, la graduación de mis exalumnas, la coyuntura económica, lo negro que parece el panorama…

Y llegué a la conclusión de que uno puede afrontar la salida al mercado laboral de dos formas distintas: como el Conejo Blanco de Alicia, lamentándose por no poder llegar a tiempo, o como Gandalf el Gris:

Y es que los magos, señores, y con independencia del momento en que aparezcan, nunca llegan tarde. Pero, si me lo permiten, de las implicaciones de esta diferencia de actitudes hablaremos otro día.

Todo se transforma

«Es curioso lo que sucede con el tiempo. Puede alojarse en una pequeña imagen en una cantidad desorbitada. Y esa imagen, a su vez, puede mantenerse oculta por décadas en un pliegue minúsculo de la memoria, sin dar señales de vida. Un buen día, algo la reaviva, la desencadena, y toda su carga acumulada se libera arrastrando con ella la propia biografía y un sinnúmero de fragmentos de historia y de poesía de cuya existencia no se tenían más que noticias vagas, que empiezan a importunar y a requerir atención hasta imponerse completamente».

La cita no es mía. Más quisiera. Es de JL Pardo, en su muy recomendable Esto no es música: introducción al malestar en la cultura de masas. Pero me viene al pelo —al poco que me queda— para ilustrar esta entrada.

No puedo sino dar gracias a mis padres por haberme criado entre libros. Fue cuestión de tiempo que aprendiera a usarlos, primero, y a devorarlos, después. En la biblioteca familiar conocí a Mafalda y, de ella, una noche calurosa e insomne de verano, aprendí una palabra:

¡Alfeñique!¡Un alfeñique!

Ahí se quedó la tira, la tira de tiempo, hasta que, el otro día, en pleno frenesí traductoril, me acordé de ese dibujo nacido de la pluma de Quino hace casi 50 años. Y lo que Joaquín Lavado me dio hace más de dos décadas se coló, casi sin querer pero de un modo inexorable, en el diálogo de un videojuego que estaba traduciendo.

¿Quién sabe? Tal vez sea mi texto el que reavive, caprichoso, en el futuro, otros recuerdos ocultos en la memoria de aquellos que lo jueguen dentro de unos meses.

Apología de lo inútil

Hace unos días decían en el periódico que la Tierra iba a sobrevivir a la inexorable colisión de la Vía Láctea con la galaxia de Andrómeda. Poco importa. Después de todo, dentro de 4.000 millones de años, no estaremos aquí, ni el que escribe, ni usted, que me lee. Y, posiblemente, tampoco estén los hijos de los hijos de los hijos de sus hijos. Tal vez haya acabado con nosotros y con toda la vida de este puntito, azul y pálido, —que diría Carl Sagan— perdido en medio del espacio, el impacto de algún asteroide errante o, mucho más probablemente, la mediocridad de algún iluminado de los que mueven el cotarro, y que no son, de nuevo, ni usted que me lee, ni el que escribe.

«No dejaremos huella», canta, categórico, con su argentino timbre uruguayo, Jorge Drexler. De modo que de poco vale el afán de perdurar. Toda la gloria es vana. Se acabará desvaneciendo, con toda nuestra memoria, el día que el hombre deje de ser hombre para volver a convertirse en polvo.

Hasta entonces, vamos viviendo. Y de cómo decidamos hacerlo dependerá, en última instancia, nuestra felicidad. De cómo decidamos afrontar la vida, y nada más. Al menos, así lo creo.

El viernes pasado —y ya concreto— se celebró el acto de licenciatura de la promoción 2007-2012 de la titulación de Traducción e Interpretación de mi alma máter, en la que tuve el honor y el privilegio de participar como padrino.

Al término de un evento ágil, emotivo e hilarante a partes iguales, el delegado del excelentísimo señor rector magnífico decidió, en un arranque de grandilocuencia, cerrar la liturgia con unas palabras que creyó oportunas pero fueron harto desafortunadas:

«Como decía un famoso pintor», cuyo nombre no recuerdo ahora, «lo inútil es imprescindible. Por eso, en esta época en la que se da tanto valor a la tecnología y a la técnica, tiene más mérito si cabe que os hayáis decidido, precisamente, por las Humanidades. Mucha suerte».

En este mundo que nos han construido —permítanme que yo también me aferre al manido argumento de la «herencia recibida»— y del que tan difícil es escaparse tantas veces, podrán primar ciertas tendencias, ciertos valores, ciertos credos económico-sociales. Pero las visiones dominantes no son y aunque lo pretendan, ni mucho menos, verdades absolutas e incontestables.

Cuestión aparte es ya hablar representando a la institución y sin tener la más mínima idea de la relevancia de la disciplina en la que se ha formado el auditorio al que uno se dirige. Afirmar, en pleno siglo XXI, que la Traducción y la Interpretación carecen de utilidad, no supone únicamente obviar el proceso de evolución cultural que emprendió el ser humano cuando decidió bajar de los árboles para dejar de ser mono, sino ignorar por completo los intercambios que se producen a diario en nuestra sociedad contemporánea, técnica y tecnológica.

Y yo, personalmente, y qué quieren que les diga, me siento orgulloso de haberme decantado por lo inútil.

Sobre el autor

—Me llamo Santiago y soy traductor.
—¡Hola, Santiago! —respondieron las voces.
—Ah… y, en ocasiones, oigo voces.

Antes de enfrentarme al frenesí de los plazos de entrega, a la subida de adrenalina que precede al encendido del micrófono, a la lectura voraz de fuentes bibliográficas y a la tortura de futuros miembros del gremio, estudié en la Universidad de Vigo, donde me licencié, primero, en Traducción e Interpretación y obtuve, después, mi título de máster en Traducción & Paratraducción.

Entremedias me pagaron por jugar a la consola. Y gané un BAFTA cuatro años antes que Javier Bardem.

Antes de eso, todavía, y como todo gallego que se precie, fui emigrante. Iba para científico pero, por circunstancias de la vida, me fui de casa a los 18 y acabé en Alemania, donde cambié la Física por la Metafísica y, contra toda lógica, me enamoré perdidamente de la Filosofía del Lenguaje.

¿Qué más?

Tengo unos ocho libros sobre la mesilla de noche… Suelo citar con frecuencia a Los Simpson… Mi libro favorito de la Biblia es el Eclesiastés… Escucho, casi todos los días, algún disco de Dream Theater… Me gusta pintar… Aporreo el piano… Fui actor en mis años universitarios… y de niño salí en un videoclip del Xabarín Club.

Ah, y algún día acabaré la tesis.