Hace unos días decían en el periódico que la Tierra iba a sobrevivir a la inexorable colisión de la Vía Láctea con la galaxia de Andrómeda. Poco importa. Después de todo, dentro de 4.000 millones de años, no estaremos aquí, ni el que escribe, ni usted, que me lee. Y, posiblemente, tampoco estén los hijos de los hijos de los hijos de sus hijos. Tal vez haya acabado con nosotros y con toda la vida de este puntito, azul y pálido, —que diría Carl Sagan— perdido en medio del espacio, el impacto de algún asteroide errante o, mucho más probablemente, la mediocridad de algún iluminado de los que mueven el cotarro, y que no son, de nuevo, ni usted que me lee, ni el que escribe.
«No dejaremos huella», canta, categórico, con su argentino timbre uruguayo, Jorge Drexler. De modo que de poco vale el afán de perdurar. Toda la gloria es vana. Se acabará desvaneciendo, con toda nuestra memoria, el día que el hombre deje de ser hombre para volver a convertirse en polvo.
Hasta entonces, vamos viviendo. Y de cómo decidamos hacerlo dependerá, en última instancia, nuestra felicidad. De cómo decidamos afrontar la vida, y nada más. Al menos, así lo creo.
El viernes pasado —y ya concreto— se celebró el acto de licenciatura de la promoción 2007-2012 de la titulación de Traducción e Interpretación de mi alma máter, en la que tuve el honor y el privilegio de participar como padrino.
Al término de un evento ágil, emotivo e hilarante a partes iguales, el delegado del excelentísimo señor rector magnífico decidió, en un arranque de grandilocuencia, cerrar la liturgia con unas palabras que creyó oportunas pero fueron harto desafortunadas:
«Como decía un famoso pintor», cuyo nombre no recuerdo ahora, «lo inútil es imprescindible. Por eso, en esta época en la que se da tanto valor a la tecnología y a la técnica, tiene más mérito si cabe que os hayáis decidido, precisamente, por las Humanidades. Mucha suerte».
En este mundo que nos han construido —permítanme que yo también me aferre al manido argumento de la «herencia recibida»— y del que tan difícil es escaparse tantas veces, podrán primar ciertas tendencias, ciertos valores, ciertos credos económico-sociales. Pero las visiones dominantes no son y aunque lo pretendan, ni mucho menos, verdades absolutas e incontestables.
Cuestión aparte es ya hablar representando a la institución y sin tener la más mínima idea de la relevancia de la disciplina en la que se ha formado el auditorio al que uno se dirige. Afirmar, en pleno siglo XXI, que la Traducción y la Interpretación carecen de utilidad, no supone únicamente obviar el proceso de evolución cultural que emprendió el ser humano cuando decidió bajar de los árboles para dejar de ser mono, sino ignorar por completo los intercambios que se producen a diario en nuestra sociedad contemporánea, técnica y tecnológica.
Y yo, personalmente, y qué quieren que les diga, me siento orgulloso de haberme decantado por lo inútil.